1975
“We had finally found the magic land at the end of the road and we never dreamed the extent of the magic.”Jack Kerouac.
Amanecía un poco tarde en San Cristóbal y mi madre había mandado a buscarme y vestirme con ropa recién llegada de Puerto Rico. Eso solo sucedía cuando íbamos a algún lugar especial: el templo New Age, helados en Manresa o quizás a Casa de España.
-Vamos a la Ciudad. Dijo, mientras subía a su habitación a buscar algo.
La Ciudad, pensé, a que sereferirá si mi mundo no pasaba de aquellas calles conocidas que hasta ahora construían el imaginario de un niño.
Ella estaba especialmente vestida: un enterizo blanco, sugerente, de grandes botones negros; unas gafas de sol, también blancas, que usaba en la cabeza sosteniendo hacia atrás el pelo que rizaba sobre los hombros; zapatos de media plataforma y una cartera negra combinados en color y brillo. Bajó las escaleras con una cámara Polaroid en las manos y las llaves del Mustang blanco 1969 de dos puertas, que acababa de comprar. Éramos la estampa de una modernidad inadaptada, inaceptable, diversa, que había decidido dar un paseo mas allá del espacio de la identidad.
La travesía comenzó, como siempre, sentándome de rodillas en el asiento de atrás, observando por el vidrio posterior el paisaje del pueblo a medida que avanzábamos. Todo estaba tan contenido, la mirada siempre fija en algún monumento o espacio, ya sea las palmas reales que definían la Avenida Constitución, el “parque” con la glorieta central, o la combinación de rotonda y puente sobre el río que cumplían con definir espacialmente la salida del pueblo. Al cruzar, pude ver como se escondía el Castillo del Cerro sepultándose tras una pequeña lomita al curvear la carretera.
Libertad, y el paisaje se transformó de perspectivas contenidas y controladas a panorámicas abiertas, de puntos de vistas alternados. Todo un mundo anticipaba la ciudad: huertos, pequeños comercios al borde de la carretera, el área de pesaje de los camiones, una que otra villa en la montaña y algunos asentamientos menores. Todo desfilaba desvaneciéndose en el verde a medida que subíamos, bajábamos y curvábamos constantemente.
De repente tomamos una recta en dirección Este, el pavimento cambia y las ruedas del vehiculo ejercen un ritmo constante al pasar sobre las juntas del pavimento de concreto. Aceleramos, el vehiculo afianzó y navegó a lo largo del malecón como un bote blanco. Esto provocó que cambiara mi posición y empezara a observar por una ventana lateral. Las palmas desvanecían en la velocidad y la continuidad del mar y el horizonte fue un evento memorable, cinemático. Íbamos ya, de camino a la ciudad.
Un cambio repentino de dirección me hizo mirar al frente confundido, ya no íbamos a La Ciudad. Por lo menos a lo que mi madre llamaba La Ciudad, que no era mas que el centro histórico. En vez, volvimos a doblar hacia el Oeste y nos detuvimos en un gran parque. El mundo que precedía la Ciudad habitaba allí. Nos desmontamos del vehiculo y mi madre me llevo de la mano al borde de un farallón. Podía ver la Ciudad debajo y el mar encontraba el cielo a la altura de mis ojos, era como haber tomado un globo.
Mi madre me sentó en una roca, y saco la Polaroid de su cartera. A su espalda podía ver el Mustang, lo imaginé como una nube. Se tomo su tiempo en encuadrar. Al salir la foto me di cuenta que yo solo ocupaba un tercio del espacio, el resto era vacío.
Era una tarde inspiradora.
Un Volkswagen verde y blanco se detuvo detrás del Mustang.
-Es hora de regresar. Observó mi madre.
Al llegar de vuelta, la mudanza estaba hecha.
La Ciudad, pensé, a que sereferirá si mi mundo no pasaba de aquellas calles conocidas que hasta ahora construían el imaginario de un niño.
Ella estaba especialmente vestida: un enterizo blanco, sugerente, de grandes botones negros; unas gafas de sol, también blancas, que usaba en la cabeza sosteniendo hacia atrás el pelo que rizaba sobre los hombros; zapatos de media plataforma y una cartera negra combinados en color y brillo. Bajó las escaleras con una cámara Polaroid en las manos y las llaves del Mustang blanco 1969 de dos puertas, que acababa de comprar. Éramos la estampa de una modernidad inadaptada, inaceptable, diversa, que había decidido dar un paseo mas allá del espacio de la identidad.
La travesía comenzó, como siempre, sentándome de rodillas en el asiento de atrás, observando por el vidrio posterior el paisaje del pueblo a medida que avanzábamos. Todo estaba tan contenido, la mirada siempre fija en algún monumento o espacio, ya sea las palmas reales que definían la Avenida Constitución, el “parque” con la glorieta central, o la combinación de rotonda y puente sobre el río que cumplían con definir espacialmente la salida del pueblo. Al cruzar, pude ver como se escondía el Castillo del Cerro sepultándose tras una pequeña lomita al curvear la carretera.
Libertad, y el paisaje se transformó de perspectivas contenidas y controladas a panorámicas abiertas, de puntos de vistas alternados. Todo un mundo anticipaba la ciudad: huertos, pequeños comercios al borde de la carretera, el área de pesaje de los camiones, una que otra villa en la montaña y algunos asentamientos menores. Todo desfilaba desvaneciéndose en el verde a medida que subíamos, bajábamos y curvábamos constantemente.
De repente tomamos una recta en dirección Este, el pavimento cambia y las ruedas del vehiculo ejercen un ritmo constante al pasar sobre las juntas del pavimento de concreto. Aceleramos, el vehiculo afianzó y navegó a lo largo del malecón como un bote blanco. Esto provocó que cambiara mi posición y empezara a observar por una ventana lateral. Las palmas desvanecían en la velocidad y la continuidad del mar y el horizonte fue un evento memorable, cinemático. Íbamos ya, de camino a la ciudad.
Un cambio repentino de dirección me hizo mirar al frente confundido, ya no íbamos a La Ciudad. Por lo menos a lo que mi madre llamaba La Ciudad, que no era mas que el centro histórico. En vez, volvimos a doblar hacia el Oeste y nos detuvimos en un gran parque. El mundo que precedía la Ciudad habitaba allí. Nos desmontamos del vehiculo y mi madre me llevo de la mano al borde de un farallón. Podía ver la Ciudad debajo y el mar encontraba el cielo a la altura de mis ojos, era como haber tomado un globo.
Mi madre me sentó en una roca, y saco la Polaroid de su cartera. A su espalda podía ver el Mustang, lo imaginé como una nube. Se tomo su tiempo en encuadrar. Al salir la foto me di cuenta que yo solo ocupaba un tercio del espacio, el resto era vacío.
Era una tarde inspiradora.
Un Volkswagen verde y blanco se detuvo detrás del Mustang.
-Es hora de regresar. Observó mi madre.
Al llegar de vuelta, la mudanza estaba hecha.
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